¿Quién está loco?

Febrero de 1997. En el congreso nacional (renombrado, años después, asamblea nacional) declaraban loco al Loco. Con mayoría simple, los diputados (ahora asambleístas) hicieron lo que mejor saben hacer: votar sin pensar. Por lo tanto, con 44 votos, el congreso no solo fungió de poder legislativo, sino también de psiquiátrico. El loco huyó repudiado, sobre todo, por la clase media ecuatoriana, representada, como siempre, en la aguerrida clase media quiteña.

Junio de 2017. El loco vuelve al Ecuador, después de veinte años de exilio y de una humilde vida una de las mejores zonas de la ciudad de Panamá. Vuelve un día antes de lo planificado, pues necesita descansar para festejar su regreso con los pobres de su patria. Claro está, vuelve en jet privado. Lo acompañan en su vuelta, entre otros, su hijo Dalo, ex candidato a la presidencia y, como era de esperarse, el siempre controversial Jacobito, que pasea su compostura en las redes sociales, discutiendo con todo el que se atreva a dudar de la santidad de su padre.

Al mismo tiempo, la clase media ecuatoriana, sobre todo la quiteña, siempre más conservadora que el resto, refunfuña sobre el ridículo que representa que un ex presidente, que además de haber sido declarado loco, se «llevó la plata en costales». Y mientras maldice la ignorancia de la que el pueblo de a pie es víctima, se lamenta y comprende porque, desde 2007, nos tocó sufrir a otro loco. Al loco que odia.

Pero, ¿qué tienen que ver Abdalá Bucaram, el loco que ama, y Rafael Correa, el loco que odia? En principio, no mucho. Es por eso que me animo a escribir esto, para tratar de comprender, por enésima vez, los motivos para que estos personajes tengan tanto éxito en la sociedad ecuatoriana.

Negar que Bucaram y Correa son dos líderes políticos sería ridículo. Bucaram, aun después de veinte años de ausencia, sigue generando noticia, sigue construyendo opinión pública. Solo el tiempo dirá si, ya en el campo práctico, su vida como político ha muerto. Por otro lado, Correa es la cabeza de un movimiento político que tomó el poder hace diez años y que, ya sin él en el poder (al menos de manera oficial y visible) seguirá teniéndolo otros cuatro años más, lo que le garantizaría al proyecto político de Alianza País, una permanencia en el poder de catorce años, hecho inaudito en una sociedad inmadura y precoz en materia política.

Ahora bien, ¿qué ha hecho que, tanto Abdalá como Correa tengan tanta vigencia y apoyo significativo en el votante promedio ecuatoriano, a pesar de tantos hechos de corrupción en los que se vieron envueltos sus gobiernos? Seguramente encontraríamos varias razones, pero, ahora, en el calor del momento, en pleno regreso de Bucaram y la reciente salida de Correa, hay una razón de peso: su discurso popular. Más bien dicho, populista, que ellos maquillan como popular.

El gobierno de Abdalá fue presentado siempre como un gobierno por y para los pobres. La fuerza de los pobres, ¡Abdalá!, reza el jingle que nos sabemos los niños de los 90s, que no tenemos consciencia real de lo que fue el gobierno de Bucaram. Por su lado, Correa se encargó de recordarle a la gente que su gobierno era la otra cara de la moneda de los gobiernos de «la extrema derecha», del «pasado neoliberal», de «la partidocracia» que prometió que nunca volverían. Dos discursos exactamente igual de enemistados con el mismo enemigo, la banca, el poder económico, la clase alta, las élites intelectuales, sociales y culturales del Ecuador. En definitiva, los pelucones. La lucha de Abdalá y Rafael siempre fue, en el papel, contra los pelucones del Ecuador. Repito, en el papel.

No he revelado nada oculto, nada que alguien no supiera. Ahora nos queda preguntar, ¿por qué los pobres del Ecuador adoran a líderes como estos, a pesar de los hechos de corrupción en los que se ven envueltos? ¿Es acaso vulgar ignorancia? No. De hecho, es bastante más simple que eso. Los pobres del Ecuador adoran a estos personajes porque los toman en cuenta, porque no los invisibilizan, porque no los toman como adorno, como motivo de estudio de lo exótico, como herramienta de trabajo. Porque les dan voz.

¿Realmente les dan voz? No, claro que no. Pero tuvieron la habilidad de hacerles creer que sí. Con líderes como Bucaram y Correa, la clase proletaria, el trabajador promedio se siente representado; siente que forma parte de un nuevo poder que puede hacer temblar a los ricos de siempre, a los aniñados que hasta asco sienten de mirarlos. La unión hace la fuerza, dice el refrán, y así se han sentido las grandes masas de votantes de Bucaram y Correa.

¿Cuál es, entonces, la diferencia del éxito entre Bucaram y Correa? Nuevamente, con más tiempo podríamos encontrar muchos motivos, pero quiero resaltar uno muy sencillo: siempre es más fácil odiar que amar. Y loco que ama no eligió bien el camino.

¿Qué nos queda por hacer a los que somos parte de la clase media ecuatoriana? Tenemos dos opciones: la primera, elegimos el camino más fácil y le adjudicamos a la ignorancia el éxito de los políticos ecuatorianos, mientras nos sentamos a esperar al nuevo mesías de la política que venga a rescatarnos de la pobreza y el desempleo. La segunda, avanzamos como sociedad, nos reconocemos como pueblo, nos miramos al espejo y nos aceptamos (como recomendaba Adoum en Ecuador: señas particulares) maduramos y comprendemos que, al menos en política, los enviados del Dios no existen. En definitiva, o crecemos como sociedad o seguimos pensando que el pobre es pobre porque es bruto. Solo queda preguntarse, ¿quién está loco? ¿El Loco o el Pueblo?